Escribe: Julio César López
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Tenía la impresión de haberla visto antes, y me fue necesario fastidiar un poco la memoria para recordar sus formas anunciándose dentro del bar de los Torres; llevando tragos sobre una bandeja bamboleante tras el movimiento de sus piernas. La llamé una noche, le invité un trago al acercarse y no lo aceptó, pidió el equivalente del valor para sí y se marchó. Con el tiempo seguí frecuentando el lugar hasta que nos hicimos amigos. Se llamaba Andrea, era una chica asediada por los varones, morena clara, no muy alta, un poco rellena, cara redonda y de labios gruesos. Se graduó de la escuela normal de Torreón pero le era complicado ejercer su profesión por las costosas y escasas plazas de maestro. No obtuvo nunca una oportunidad a pesar de haber aceptado tener sexo con el delegado del sindicato. Vivía sola en una habitación del quinto piso de un edificio construido al final de la Avenida México. Por la mañana trabajaba en el Sindicato de Maestros, atendiendo teléfonos detrás de un escritorio viejo donde también apilaba montones de papel de archivo y organizaba los exámenes de capacidad con los que se evaluaba al gremio magisterial. La mejor parte de su día transcurría después de las nueve de la noche, cuando atendía mesas en el bar Royal. Por lo general conseguía buenas propinas y con mejor suerte se escapaba con algún parroquiano fogoso. No se preocupó jamás por la virtud. Era feliz mientras el sexo la sustrajera del letargo que provoca la costumbre. Intentó suicidarse un par de veces. La primera a los catorce años, después de haber sido abandonada por su padre. La segunda a los veintidós cuando un hombre casado prefirió a su esposa antes que a ella. Se deprimía por las mañanas, al despertar, al verse sola y recordar que horas atrás había dado rienda suelta a sus placeres. Creyéndose utilizada por los hombres revitalizaba su espíritu pensando en aspiraciones a futuro: un buen marido con trabajo estable y el refrigerador lleno de alimentos, ocho o nueve hijos que corrieran por la casa y la acompañaran en sus últimos instantes de vida, antes que sus despojos fueran considerados solo por la memoria. Muchos pares de zapatos, joyería, vestidos que se le arrojaran encima al abrir la puerta del closet, medias con su respectiva pareja y demás cosas que siempre había codiciado.
Al bar acudía don Roberto, un ex general de división. Hombre educado de setenta y tres años. Maduro, lleno de vitalidad y a pesar de ella no le abandonaron nunca sus señas paternales. Tenía buen estomago. Bebía mucho. No parecía sentir el alcohol dentro de su organismo. Era respetuoso y estaba enamorado de Andrea. Cuando se sentaba conmigo en la misma mesa la veía venir y se deshacía en halagadores versos octosílabos hacia ella, Andrea sonreía, se daba a desear, luego se marchaba moviendo sus caderas, dejando al viejo hecho agua.
-Has visto que cosa Félix. Cuando Dios quiere hace cosas tan lindas. Me dijo. Permanecía tranquilo, permitiendo que pudiera expresarse y fantasear de vez en cuando.
-Si ella quisiera lo tendría todo.
-Sí. Hasta un cadáver a cuestas. Imagínate, viuda a los veinticuatro años.
-No jodas hijito, que todavía embisto como toro bragado. ¿Apoco tiene veinticuatro?
-Los tendrá cuando mueras.
Después de dicho eso se arrancaba con las historias de amoríos de juventud, que ya tengo clasificadas por haberlas escuchado tantas veces. Por compasión lo escuché siempre pero era igual de aburrido que leer la reseña de una película que se ha visto mil veces. No sé si padecía demencia senil, pero aseguraba poseer en Cayo Hueso un barco dispuesto a zarpar al Caribe Occidental.
Don Roberto terminaba su cerveza de un trago y de inmediato pedía otra, era su costumbre. No le interesaba cuanto bebía si era la única forma de que Andrea le prestara atención. Cuando ella llegaba comenzaba el juego de seducción que finalizaba cuando le sonreía antes de irse.
-Qué pedacito de sol vino a iluminarme este día. Vente conmigo. Porque como dijo Zaratustra: Gran astro. ¿Cuál sería tu felicidad si te faltase a quien iluminar? ¡Ilumina mi vida con el destello de tu sonrisa!
Aunque era maestra, no sabía quién carajos fue Zaratustra. Un día por fin le habló. Dijo amar a los hombres cariñosos y de buenas hechuras. Don Roberto sonreía y se levantaba del asiento para hacer flexiones y levantaba una silla con un solo brazo para demostrar su fuerza y la condición de sus músculos. Sentía pena ajena. Le pedía que desistiera de esas cosas, era ridículo verlo hacer eso, primero se ponía cursi y después dinámico, pero él se empeñaba en demostrar que aún tenía energía de sobra. Después de evidenciar su vigor bebía su cerveza, dejaba algunos pesos de propina y se iba. Yo prefería quedarme un rato más. Volver a mi cuarto a pensar en el trabajo me embotaba el cerebro. Ya no deseaba releer libros, ni tenía espacio para llevar otros. Postergué el trabajo de pintura en las paredes por no mantenerme más tiempo encerrado en aquel sitio. Hacía tiempo que no recibía llamadas telefónicas y dejé también los partidos de dominó de los martes. Solía entretenerme escribiendo cartas a una española que radicaba en Palma de Mallorca, pero desde el último intercambio de correspondencia no he vuelto a recibir nada ni a saber de ella. Aún guardo las cartas y las releo cuando me ataca la melancolía.
Andrea vino una noche a sentarse conmigo a la mesa, Habló mucho de Don Roberto, me cuestionó sobre su trabajo. Lo único que ella sabía era que estaba jubilado, tenía casa propia y nunca se casó. Que tuvo romances con mujeres a quienes abandonaba tiempo después. Parecía estar interesada en él, buscaba amor paternal, se notaba por la forma en que bajaba la mirada cuando lo recordaba vestido con su pantalón de pana y los tirantes que se sostenían de los hombros y apenas se asomaban porque eran cubiertos por un deslavado saco color negro. Me levanté de la silla antes de despedirme, consciente que ya era hora de dormir y salí del bar. Afuera se notaba tranquilo. Hacía calor y en las calles apenas se veían personas que regresaban con los suyos; presurosos por exprimirle al día la mayor cantidad de jugo posible, y algunos más, dispuestos a batallar contra el tiempo.
En la esquina de Galateas y Hamburgo: tres hombres mostraban al aire el filo de sus navajas. Uno de ellos se echó para atrás y los otros dos se le fueron encima, uno le hirió el brazo y el que reculó cayó al suelo, estando tirado le dieron de puntapiés mientras pedía auxilio. Muchas veces me vi inmerso en situaciones complicadas por acudir al llamado de algún necesitado, pero algo dentro de mí me incitaba a ayudar. Me acerqué y uno de los tipos tiró la navaja y me arrojó una botella que traía en la mano izquierda, el vidrio me reventó la frente, de donde emanó sangre que caía a voluntad sobre mi rostro. El tipo jadeante se irguió mientras yo permanecía encorvado, con la palma de la mano oprimiendo el sitio de la herida. Entre la desesperación y el coraje que sentía su reacción fue inesperada. Como forma más simple de desahogo me asestó un puntapié en la cabeza con tanta rapidez que no me permitió reacción alguna. Todo para mí era confuso. No tenía fuerza en las piernas, la cabeza me daba vueltas, no podía respirar. A lo lejos vi las luces del auto patrulla. Interrogaron al tipo y explicó que fue víctima de un asalto y creyendo que era uno de los agresores me golpeó con descaro. Los policías no quisieron investigar nada más, me esposaron por la espalda y me llevaron al coche. Terminé en la delegación. Eran días de elecciones y nadie quería saber de riñas callejeras ni asaltos, todo debía estar bien a la hora de los comicios. “Todo cual debe ser” argumentaron.
Se me encontró culpable por el delito de asalto a mano armada y me sentenciaron a cuatro meses en prisión. Exigí abogado y dijeron que eso solo sucedía en las películas. Nadie escuchó mis argumentos o parecían no entender nada de lo que decía o definitivamente no les interesaba. El agredido resultó ser hijo de un regidor del Revolucionario Institucional y no buscó quien se la hizo, si no, quien la pagara. En la dirección me pidieron que eligiera un número de recluso y me decidí por el simpático 69.
Adentro debí cuidarme la espalda de varios matones. Todos convivían juntos al no haber secciones que separaran a los reos de alta peligrosidad de los reincidentes o delitos menores. De un día para otro te encuentras rodeado de una gran variedad de drogadictos, asaltantes y narcos. El celador que me condujo a la celda dijo que debía compartirla con un violador que llevaba ocho años preso por violar una jovencita. Me exhortó a dormir boca arriba y con un ojo abierto.
El violador se llamaba: Alipio Duque y le esperaba cadena perpetua. Era simpático, hacía bromas y leía la biblia. Tenía una baraja española con bordes redondeados que guardaba bajo su almohada. Como en cualquier sitio de readaptación estaban prohibidos los juegos de azar, pero sus cartas pasaron el proceso de verificación. Ellos temían que intentara suicidarse o pudiera herir a otro recluso con el filo de una carta. Preferían tenernos allí, escarmentando tras la condena que liberar al sistema penitenciario de una boca menos. A Duque nadie lo molestaba y parecía sentirse cómodo. Los celadores nos permitían jugar conquián un rato después de desyerbar el patio de recreación. Me dijeron que debía aprender un oficio mientras estaba allí, pero no se me ocurrió que podría hacer. No podía pintar o hacer cuadros porque mis manos tiemblan desde que tengo uso de razón y no comprenden el fino detalle de los trazos, tampoco conocía de mecánica ni sabía cómo lavar dinero desde adentro o extorsionar a los de afuera; pero teníamos servicio postal, así que ofrecí mis servicios como evangelista: escribiendo cartas por encargo de los analfabetas. Había equipo de beisbol y jugábamos cada sábado, a veces contra otras unidades o en la liga interna formada por varios equipos de la penitenciaría. Me considero buen pelotero, tengo buen swing y soy seguro defendiendo la almohadilla. Tuve buen Slugging en mi último periodo en la industrial.
Alipio se burló de mí cuando le relaté el por qué de mi llegada a aquel lugar. Dijo: “Dios sabe por qué hace las cosas” pero yo estoy harto de tal afirmación. Dios no me dijo que me entrometiera en un lío ajeno.
Después de cenar, mientras fumábamos me contó su historia:
Fuera de presidio era un predicador cristiano, tenía su grupito de seguidores allá en la Tierra de la Buena Gente, -según contaba- un pueblito mágico cerca de la capital de Aguascalientes. Cada domingo recibía alegre a los fieles, con las palabras más sutiles que el don de la fe y la lucidez le concedían. Daba sus sermones y exhortaba a todo el mundo a vivir en armonía, con la venia de aquel Dios que está en el cielo y de su hijo que todo lo ve y juzga. Antes de dar por terminada la reunión con sus feligreses, pedía a las niñas quedarse algún tiempo después de las jaculatorias, para que él, —quien fungía como intermediario entre el supremo y los hombres— les entregara en voz propia, las palabras que el señor pretendía expresar a esas criaturas atentas a las cambiantes circunstancias de la vida.
Me contó que solo una niña accedió a escuchar la palabra de Dios por persuasión de aquel predicador lleno de vida, aprovechando la condición de la madre, quien era una beata intransigente y que desde tiempo atrás quería embutirle el temor por el pecado en todas sus personificaciones y formas. Así que ya entrado en calor, Duque, el predicador cristiano, llevó a la niña a un viejo cuartito, construido con bloques de concreto como paredes, y tablas de madera como techo. Dentro del lugar, empezó a exponer pasajes de la biblia, con toda la elocuencia de su oratoria y argumentó que el día del juicio final había llegado. Le dijo a la criatura que en algunos instantes, las montañas estarían húmedas en su centro y los deslaves golpearían con toda su fuerza las cabezas de los infortunados seres humanos; el cielo estaría a punto de desgajarse y la tierra a un segundo del estremecimiento general.
Pero fuera de todo pronóstico desalentador, dijo conocer la forma de mantener los nervios de las montañas bien secos; cómo unir el cielo para que no cayera en pedazos y dominaba la maniobra de cómo amparar las placas tectónicas ante las seductoras y convincentes caricias del ardiente núcleo de la tierra; y la única forma de evitarlo era: la unión de un cuerpo puro de nacimiento y un cuerpo purificado por la gracia del Cordero de Dios.
Aunque la niña no se mostraba convencida de que ocurrieran tales desgracias en un futuro próximo, el predicador insistía, recordándole de nuevo aquellos pasajes de la biblia, donde increpan el discernimiento humano, ante las promesas, amenazas y juicios que Dios entregó al hombre.
Al notar que a la niña le importaban un carajo los designios del supremo, Duque el predicador se desesperó y haciendo a un lado la psicosis se arrojó famélico de sexo sobre aquel cuerpecito inocente.
Con un par de golpes quedó sometida a sus lujuriosas ansias, sin que pudiera dar pelea a aquel hombre que le desgarraba sus limpias ropas de domingo. Levantándola en vilo la sentó sobre un viejo barril arrinconado en aquel cuartito y su lengua serpenteante comenzó a reptar sobre aquella delicada y suave piel de niña. Dijo que la criatura imploraba ayuda a los cielos, pero ante ella estaba el hombre que recibía las palabras directamente del creador. Alipio comenzó a penetrar esos inexplorados pliegues de niña, mientras el infierno se cernía sobre su cabeza.
Duque consideró su perversión como una forma de vanagloriarse ante los demás reos, considerándose el criminal más desagradable de la historia. Pero como a muchos les parecieron monstruosos aquellos actos, lo sometieron a un castigo inexpresable cada tercer día, castigo que no conocí, hasta un tiempo después.
Durante los días de visita nadie iba a verme porque no sabían que estaba ahí. Cuando el celador me preguntó sobre alguien a quien notificar mi detención le dije que vivía solo. Que mis padres habían muerto hace años y de mis hermanos no había vuelto a saber desde que ellos fallecieron. Apenas desmantelaron la casa se marcharon. Antes que amigos, tenía conocidos, pero ellos no se preocuparían un segundo por mi condición de reo y seguramente desistirían de alguna intentona de visitarme en prisión.
Eran días de mucho movimiento. Había grandes filas de presos y apenas les correspondían unos minutos frente a sus familiares. Oficiales y celadores por todos lados, reos llevando sus cuadros pintados a mano al área de entrega y dinero que entraba para sostén en prisión. Podíamos comprar cigarrillos y refrescos a las siete de la mañana que entraba el camión custodiado por militares y conducido por un viejo que también ofrecía chucherías y demás cosas a los reclusos. Una mañana cuando fui a comprar cigarrillos con dinero de Alipio conocí a Martina, un maricón grande y tosco. Era el amante de muchos y el terror de otros. Los más bajos de estatura o más delgados le temían y se notaba que a él le apetecían de esa forma. Cuando cruzamos miradas puse mi cara de hombre sanguinario. Me mantuve a su lado para demostrarle que su presencia no me afectaba en lo absoluto y por su bienestar en prisión era imprescindible mantenerse al margen, de lo contrario los huéspedes del penal podrían perder al ser que satisfacía sus necesidades sexuales.
En aquel lugar todo se vuelve trágico, hay dentelladas por todos lados, las risas y la muerte son comunes y es lo único en lo que se puede apostar. No cuentas ya las horas. El día se deshace entre destellos solares y cuando percibes el calor sabes que se aproxima tarde. Desde el patio de recreación divisaba el crepúsculo naranja y acariciaba la inexorable llegada de la noche. No importan ya el reloj ni la rutina. Consigues que el tiempo marche a buen son si algo útil puedes hacer y de ese modo no atiendes amaneceres ni puestas de sol que indiquen a qué hora comenzó o terminó el día. No prestas atención a nada, salvo a los gritos que se presentan cuando es la hora de los alimentos o de la ducha.
Una tarde vi como echaron a palos del taller de mecánica a Talito el hondureño. Se encaramó de uno de los motores que colgaban del techo y comenzó a burlarse de todos. En un parpadeo terminó en el suelo, decía que no podía levantarse pero todos creímos que estaba jugando. Intenté ayudarlo a incorporarse pero me ordenaron que lo dejara ahí; creo que merecía la paliza porque a todos los mecánicos se les notaba el gesto agrio cuando se acercaban a él; pero por más payasadas que hiciera desconozco que tanto merecía una tunda de aquellas. Se lo llevaron a la enfermería y al parecer llevaba una cuchillada en la espalda. Dijo Alipio que tenía perforado un pulmón y estuvo respirando sangre. Sobrevivió, a pesar de esperarle cuarenta años. Consideré que era mejor para él dejarse guiar por la sagrada mano de la muerte, porque cuando le llegara la hora de salir estaría achacoso con sesenta y cinco años a cuestas. A los mecánicos que lo agredieron los enviaron a realizar trabajos forzados. Los mantuvieron atados como perros, con cadenas de veinte metros de largo para que no intentaran escapar. Les daban esa distancia para que pudieran moverse sin dificultad y así terminaran con sus labores. Al amanecer estarían barriendo las aceras fuera del penal y más tarde les esperaba el acarreo de bloques de concreto desde la puerta de entrada hasta las canchas de baloncesto. Debían recorrer aproximadamente doscientos metros con los bloques sobre los hombros.
Una mañana durante un partido de beisbol hubo un altercado en el campo de juego. Pedro: uno de los amigos de Talito se le fue encima a Prudencio el mecánico. Prudencio evidenció su miedo aferrándose a un bate de beisbol y miraba hacía todos lados mientras los ojos verdes de Pedro centelleaban bajo la visera de su gorra de beisbol, mirando a Prudencio con los ojos entornados, como un pistolero que está a punto de batirse con un ranger tejano. La aversión que sentía Prudencio hacia los ojos de Pedro lo obligó a voltear la cara, pero tenía el agua hasta el pescuezo y si no peleaba ganaría el título de marica del penal. Pedro era un cabrón mal hecho, imponente como un oso. Tenía vello por todos lados y seguro pesaba en ese entonces más de ciento veinte kilos. Ya no tenía dientes, cuentan que se los habían volado en peleas dentro de la cárcel y cuando hablaba parecía mascar las palabras. Jugaba mucho con sus encías, igual que un viejo desdentado. En cambio Prudencio era magro como una lagartija y apenas veía bien con sus enormes anteojos. Sabía que sería destripado si entraba al cambio de golpes con Pedro. Pero sacó valor no sé de dónde y empezó con su vaivén de boxeador. Se acercaba el pulgar a la nariz respetando su defensa. Movía los brazos frente a él y cabeceaba advirtiendo que no sería sencillo golpear a la cabeza. Entonces se plantó frente a él y se le fue a los puños. Venga el uno – dos, pero Pedro no parecía sentir los puñetazos bien acomodados del contrario; estaba tranquilo esperando una oportunidad para acabar todo con un golpe, hasta que Prudencio se fue en banda con un derechazo y quedó a merced de la izquierda de Pedro, quien lo molió a cabronazos en el cráneo. De dos golpes lo descalabró y fue suficiente para que Prudencio convulsionara en el piso antes de perder el sentido.
Aprendí muchas cosas. Alipio me enseñó algunos trucos con la baraja. Fermín me mostró de qué modo debe parcharse una llanta y Pedro me instruyó en el afilado de brocas y en el reconocimiento de tornillería. Me sentía más útil que afuera. Allí era el evangelista que escribía cartas. No perdí nunca mi título de hombre culto, aunque no lo fuera y nadie se metía conmigo porque desde el triunfo de Pedro me le pegue a la espalda como garrapata panzona. Llegaban a mí dos o tres reos al día, quienes deseaban les escribiera a sus esposas o novias. Muchos se apenaban de que otro escribiera lo que pensaban, pero era eso o nada. La pena no es válida cuando debes ducharte frente a treinta delincuentes cada mañana. En aquellos momentos estuve tranquilo, no tenía otra opción, si me alteraba comenzaría a desear la libertad, sin embargo aún me faltaba tiempo para dar por terminada esa “dolce vita” Al principio me preguntaba si alguien pensaría en mí, pero con las ocupaciones ya no tenía tiempo para pensar en ello. Se estaba bien allí. Pensé en volverme reincidente. Es necesario mamar del sistema mientras haya posibilidad.
De un día para otro consideraron dejarme en libertad condicional. Antes de salir esperé abrazos y llantos de despedida pero no fue así. Todo continuó para ellos como si nada hubiera sucedido. Muchos entran y salen y adentro no hay reacciones de ninguna índole. Llegué a mi cuartito de siempre, en la calle de La Poetiza. Al abrir la puerta el calor encerrado me golpeó la cara, fue una sensación suave, como el roce de un ala ardiente. Desde la pared sentí la mirada penetrante de Lauren Bacall, mirándome fijamente como la última vez. Supuse que estaba necesitándome desde entonces porque el polvo le había percudido los ojos, las pestañas carecían de vitalidad y de sus parpados comenzaron a brotar pequeñas bolas de pelusa. Todo seguía en su sitio. En la mesita de madera cerca de la cama aún esperaba una taza vacía que había dejado ahí la tarde antes de ir al bar, con los grumos de café apelmazado al fondo.
No tenía dinero pero si mucha hambre. Tomé unos cuantos libros del estante frente a la cama, salí a la calle y los vendí en una revistería. Me dieron ochenta pesos por Sostiene Pereira, una antología de Artaud y una mala edición de Santuario de Faulkner. Compré tres piezas de pollo chamuscado y me senté a engullirlo debajo de un puente. Parecía un pordiosero. Estaba acabado, pero tenía la seguridad de que retornaría al buen camino. Me quedaban cincuenta y cuatro pesos, compré una cajetilla de cigarros económicos y fui al bar a tomarme una cerveza. Esperé ver a Andrea, pero en su lugar me recibió una mujer de unos cuarenta años. Fui a la barra y por suerte el cantinero me reconoció. Pregunté por Andrea y me dijo que se había ido a vivir con Don Roberto y en ocasiones se pasaba por el bar cuando sentía antojo de carne joven. Me contó que a pesar de vivir con Don Roberto tenía varios amantes, entre ellos: Alejandro: el hippie, Manlio: el abogado, Carlitos Contreras: el drogadicto y César Carreón: mi profesor de primaria. Guardé silencio, debía reestructurar mis ideas y pensar en algo antes de morirme de hambre. Regresé al cuartito y estuve tirado en la cama escuchando a Furtwängler mientras fumaba. El silencio reinó en la calle, solo escuchaba cerrarse las ventanas vecinas. El viento amainó y el calor se volvió sofocante. Encendí una vela y continué fumando, amparado por el sigilo de la llama rutilante en la oscuridad, entre la espesura del ambiente. Pensé en Andrea, quizás debí hacerla mi mujer pero ya era demasiado tarde. Probablemente pasaría por la Avenida México de vez en cuando para intentar verla en casa, pero no, las cosas del pasado son indispensables hasta cierto punto, de cualquier manera debía seguir dando batalla si no quería estar muerto en vida, era lo justo.