Escribe: Julio César Sinatra López
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A: “Lady Jay”
“Erguida en el luminoso nicho aquel de la ventana
como estatua te vi,
con la lámpara de ágata en tu mano.
¡Oh, Psique, nativa de las regiones
que son Tierra Santa!”
Edgar Allan Poe.
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I
A media noche, Moisés percibió la voz lejana de Billie Holiday interpretando: I’ll be seeing you. Se acodó enérgico sobre la cama para encender un cigarrillo al recordar la letra de la canción y cantó en la oscuridad, meciéndose escrupulosamente el cabello a causa de su firme temor por la calvicie. Sabía que a esa hora su esposa estaría durmiendo sobre las ruinas del desgajado sofá de la sala; roncando como motor oxidado, ajena a las evocaciones que su marido conseguía con aquella melodía. Desde que ella contrajo diabetes no dormían juntos y dos años atrás, después de los primeros embates de la hipertensión arterial no habían tenido sexo una sola noche.
Moisés estuvo fumando en la oscuridad de su habitación, con el salitre de las paredes como testigo de su melancolía. Permaneció sobre la cama tarareando aquella canción de Billie Holiday. Al fin se levantó a preparar el pijama de franela que le regaló su mujer por su cumpleaños, en aquella fecha situada en su memoria más por consideración y agradecimiento que por la suntuosidad del obsequio o la celebración. Se recostó echando las manos detrás de la cabeza y pensó en la palidez de aquella mujer treinta y dos años mayor que él.
Concluyó que al levantarse no debía mirar hacia el sofá donde yacía su mujer apabullada por los malestares, vulnerando día a día su paz, a toda hora, con intenciones de ser atendida como una criatura que nada puede hacer por cuenta propia. La recordó aquella calurosa tarde de verano, yendo hacia él, con los hombros descubiertos y tostados por el sol, plena aún, saturada de energía, sustituida tiempo después por una indolencia casi palpable que llenaba todos los espacios de la casa y podía percibirse desde cualquier sitio en el que permanecía. Era más bien amargura que se alojaba en la cocina, en la sala, en el comedor; amargura que se columpiaba de las cuerdas donde ponían a secar la ropa húmeda.
-Esto es todo. Pensó Moisés.
¿De modo que así es como elegí vivir. Atendiendo a toda hora una mujer más achacosa que mi abuela. A quien solo le debo dos noches de placer?
¡Sí, solo dos noches!
La primera aquella cercana al día de brujas cuando nos conocimos y la otra antes de la víspera de navidad.
Con más resignación que pesimismo Moisés se echó a dormir sin desnudarse. Esa noche soñó dulcemente a una mujer que aprisionada por las cortinas se libraba lentamente de ellas, como emergiendo del placido confort de la nada para librar la trivial contienda por la vida. Sin miedo, franca y decidida. El rostro apenas visible detrás de la cortina que fustigaba su cuerpo en el espacio entre la ventana y aquella fina tela que parecía de arácnido; dispuesta a atrapar la presa. De pronto la mujer abrió los postigos de la ventana y de inmediato la habitación fue asediada por infinidad de gorriones que aleteaban en torno a un espejo que se fragmentaba conforme las aves batían sus alas frente a él, mientras ella los atrapaba al vuelo con las manos y los resguardaba dentro de su cabellera oscura.
A la mañana siguiente despertó saboreando el sueño de la noche anterior. Se mantuvo acostado sobre la cama, pensando en él, considerándolo demasiado fantástico para haberle correspondido a un hombre de su condición. Se levantó por fin y fue al cuarto de baño a lavarse la cara en el agua estancada por obra del pelambre que su mujer perdía durante las mañanas al cepillarse el cabello frente al lavabo.
Moisés trabajaba como peón de albañil en la construcción del nuevo teatro Salvador Novo que se erigía a tres kilómetros al norte de la ciudad. Al medio día acompañaba a otros peones a jugar una partida de carambola en los billares de Mamá Solé; donde usualmente perdía. Era un hombre de veintiocho años, simpático y a ratos un tanto sereno, de barba tupida y cabeza pequeña; con omoplatos puestos sin gracia dentro de una espalda magra. Su nariz aquilina parecía enterrarse al labio superior conforme iba aumentando su edad. Con ojos embutidos en la cara como dos oscuros botones sin orificio de costura en la faz de un pálido muñeco de trapo.
Lo crió su abuela cuando sus padres partieron a otra ciudad con sus otros siete hijos y convinieron en que el último de ellos era indeseable y lo habían echado al mundo por simple calentura.
A los veintiún años, después de olvidar la desolada infancia que vivió, tuvo una relación con una joven menor que él. Se llamaba Laura y era estudiante de preparatoria. La amó con intensidad y franqueza. Paseaban juntos y casi todas las tardes se reunían en una cafetería del centro para hablar de proyectos a futuro. Laura era demasiado bella y el mismo Moisés se preguntaba que había hecho para que esa criatura de tan dulces gestos pusiera mil atenciones en él. Planeó trabajar y proponerle matrimonio. Alejarla de la escuela y el mundo activo. Pensó que un día, mientras poseyera algo valioso que ofrecerle, Laura estaría siempre a su lado sin importar la opinión de nadie. Una tarde, acariciando sus manos le propuso vivir juntos. Tenía nociones de la ubicación de una casita simple que estaba en renta cerca del centro de la ciudad, donde podrían establecerse para formar un idilio similar al de los programas de tv. Pero Moisés no contaba con que ella deseaba con toda su alma ser independiente, dar órdenes sin recibirlas, aprovechar el intelectualismo que había cultivado para poder arreglárselas por cuenta propia. Desconcertado por aquella convicción Moisés estimuló su orgullo e intentó aprender un oficio. Fue a clases de francés, estudió mecánica automotriz por correspondencia pero al no responder nadie sus dudas optó por carpintería. Elaboró una mesa de madera de pino americano para unos recién casados, pero desistió cuando le exigieron reembolso porque las patas de la mesa se encontraban desparejas por un error de cálculo; y el aprendizaje del idioma lo abandonó sin más. Un mal día Laura reconoció la virilidad en un joven pianista de clásico, de quien se enamoró sin tanto alboroto. Tenía buen aspecto: rostro femenino y delicado, bucles dorados que caían desprovistos de vida sobre los delgados hombros. Grandes ojos azules, pacíficos y brillantes, donde le gustaba mirarse a todas horas. Sin perder más tiempo Laura se despidió de Moisés, argumentando que el hombre de su vida estaba tocando a su puerta y sería una lástima dejar que se fuera vivo un ejemplar como ese.
Moisés desayunó una taza de café y se preocupó por acercarle a su mujer y los medicamentos, al tiempo que le llevaba además un vaso con agua, porque no solía deglutir las capsulas sin impulso. Apuró el café en su garganta antes de regresar a la habitación, de donde tomó un deslavado abrigo beige de pana que llevaría sobre el brazo hasta la construcción. Anduvo sin prisas, solía tomarse su tiempo. Se detuvo un instante en una revistería para comprar la nueva edición del Jazz Parade: una revista con noticias jazzísticas de la ciudad de Louisiana. Mientras caminaba leyó una editorial referente a una nueva big band de Bogalusa y advirtió que el cielo presentaba ya unos trazos blanquecinos que empezarían a tomar forma de nubes cerca del medio día. Ya en la construcción se puso su ropa de trabajo y comenzó a preparar pequeñas cantidades de yeso para resanar las grietas que se mostraban orgullosas en las paredes. Durante cuatro horas, con los ojos atentos contempló cualquier hendidura que pudiera presentarse a la hora de enyesar la pared. Limpió la paleta en sus pantalones endurecidos por el cemento y el agua sucia antes de tomar un descanso. No pensaba mucho a la hora de trabajar.
La vida común lo desesperaba. De niño su cabeza adquirió sueños demasiado frívolos y absurdos para intentar realizarlos. Se veía a sí mismo en las ventas de Madrid toreando al lado de las glorias del momento. En un plácido departamento de New York después de recibir un premio de la academia o en las profundidades del mar, advirtiendo a través de un periscopio la llegada de un submarino enemigo.
Había interrumpido su trabajo. Era la hora de los alimentos. La mayor parte de los albañiles se reunieron formando un círculo alrededor de un rectángulo de lámina cercano a una zanja por donde pasaría en el futuro el drenaje del teatro. Bromeaban en torno al clima y el futbol, decían sandeces a las mujeres que pasaban por la acera entre rechiflas y la mayor parte de ellos terminaban fantaseando con la actriz de la telenovela de las diez de la noche.
Encendió un cigarrillo que mantuvo jugueteando entre las comisuras de los labios. Los ojos le ardían a consecuencia del humo que de vez en cuando le obligaba a fruncir el ceño. Dio una chupada y lo pasó a su compañero Fermín Carmona. Un tipo solitario y altanero que armaba gresca contra otros albañiles cuando se sentía triste o resacoso. No parecía albañil, más bien ardía en él la conflagración del galán de barrio que se adjudica un oficio erróneo por necesidad. Su acento norteño era atípico al de los demás trabajadores de la construcción, denotaba más la calidez del sur del país. Era reservado y en algunos sentidos incapaz de expresarse, por tanto su altanería era cada vez más notoria. Llevaba casi siempre un sombrero de paja que le cubría el rostro del sol y le entregaba cierta galanura otoñal. Era mayor que Moisés. Quince o veinte años, nadie lo sabía con certeza, porque muy dentro de él mantenía bien resguardadas sus reservas de discreción, Como si todo en el mundo fuera poco, comparado con lo que merecía, a juicio de su arrogancia. Miró a Moisés a la cara en el mismo instante que le compartía el cigarrillo. En sus ojos se alojaba la ilusión desarraigada desde mucho tiempo atrás, consciente de que había perdido algo más que la emoción por vivir; imitando los gestos de los actores nostálgicos que aparecen en las malas películas francesas.
Moisés aprovechó el bullicio de la gente y se retiró del lugar. No sentía ganas de jugar carambola en ese momento. Por lo general mantenía el perfil bajo, permaneciendo alejado de las bromas de los compañeros y de los improperios que siempre salían a relucir entre carcajadas. Fumando, tranquilo y sin decir una palabra, cruzó la calle. No le gustaba estar cerca de los demás porque nunca sabía que responder cuando le cuestionaban sobre el término técnico de la vagina o de las nalgas. Sudaba frío cuando se dirigían a él creyendo que sabría responder. Algunos lo vieron alejarse entre el tumulto, pero lo conocían y era común en él, además nunca los acompañaba a la hora de los alimentos porque no sabía cocinar y regularmente despertaba antes que su mujer y se marchaba sin que ella intentara prepararle nada.
Caminó calle arriba, enfundado en su deslavado abrigo beige, siguiendo los pasos a un joven con un carrito de helados. Pensó en su mujer y la comparó con la morena del sueño de la noche anterior. No había mucho que comparar. Mantuvo ese sueño en su cabeza para vitalidad futura y se marchó a su casa. Se detenía de vez en cuando para escuchar -a pesar de su aversión por la música regional- a los grupos musicales populares que tocaban sus instrumentos en el centro de la ciudad.
Solía preguntarse a menudo que podría depararle el futuro. Cuanto soportaría a su mujer en el estado en el que se encontraba y si estaría condenado a vivir en soledad hasta el último de sus días si ella le faltara. Pero cada respuesta se iba deformando al pasar de los años como un sabroso sueño que pretende ser recordado. Seguía ilusionándose pero desistía siempre de cualquier voluntariosa idea de corregir su condición.
No eran más de las dos cuando Moisés llegó a su casa. Había apretado el paso porque la llovizna era inminente. Permaneció mirando por la ventana los goterones que caían frenéticos y sin tregua sobre la acera de tierra apisonada que permaneció inviolable durante los últimos meses de sequía, en los que ni el espíritu santo se apiadó de aquella tierra semidesértica. Se retiró con vehemencia el abrigo, con vitalidad similar a la de un hombre valeroso y huraño. Entreabrió la ventana lo suficiente para sentir en las mejillas las ráfagas de viento húmedo que le golpearon el rostro con ferocidad. Sin preocuparle si su mujer estaría en casa o no, esperó paciente mirando por la ventana los trazos que el viento dibujaba por concesión de aquella lluvia que provocó la desolación en las calles siempre concurridas.
De entre el ruido de la lluvia que apenas concedía atender otros sonidos provenientes de algún sitio, Moisés reconoció de nuevo la misma canción de Billie Holiday que había escuchado la noche anterior, pero no era “Lady Day” quien la interpretaba, si no: una mujer con voz dulce y potente. Moisés se alegró y canto a la par de la voz que se desgarraba la garganta por alcanzar el tono con riguroso vigor. A pesar de la lluvia Moisés salió de la casa apenas en mangas de camisa, impulsado por la convicción de identificar el lugar del que provenía aquella maravillosa voz que interrumpía sin empacho la interpretación para vocalizar. Cruzó la calle con las manos atajándole al rostro la lluvia que instantáneamente se presentó con mayor violencia, como propulsada por el odio de algún dios en las alturas. La casa del frente contaba con balcón y bajo el saliente se parapetó para no empaparse más de la cuenta. Pero no pensaba en un próximo resfriado, pensaba en la mujer que cantaba en la parte alta de la casa. Se sintió avergonzado de salir a la calle tras una voz desconocida. Se enjugó los ojos con el dorso mojado de la mano derecha y esperó a que de nuevo entonara otra canción que su memoria accediera a recordar. Pero nada sucedió después. Nadie más cantó, ningún sonido abatió la tarde más que el de la lluvia que se mantenía con la misma intensidad del principio y el de unos estruendos que se escuchaban a lo lejos. Al fin comprendió que había sobre actuado aquella osadía de salir corriendo y regresó a casa, con la lluvia golpeándole el cuerpo menos enérgico que al momento de abalanzarse sobre la acera.
II
Su mujer estaba en la habitación, recostada sobre la cama, resoplando por la boca. Moisés ya no deseaba verla ni recordarla de ninguna forma. La vio bostezar, atajando su aliento cálido y dulce con el dorso de la mano derecha; con los ojos entreabiertos, reconociendo ilegalmente el sitio donde pasaba la mayor parte del día; hasta que con un gesto de modorra accedió de nuevo a dejar caer la cabeza sobre la almohada.
-Quiero agua. Dijo susurrando dramáticamente al momento de esgrimir el dedo índice para señalar el vaso con agua que Moisés le había llevado a la hora de tomar el medicamento.
Él la miró, entornando los ojos, dispuesto a rafaguearla hasta la muerte con la indiferencia del brillo muerto de aquellas pupilas que la habían admirado tiempo atrás, cuando creyó haber cumplido el anhelado sueño de amar a una mujer mayor.
La lluvia amainó gradualmente. Instantes después el horizonte se adornó con pinceladas impresas en el cielo límpido de nubes; parecían haber sido impresas en el lienzo azulado por la mano de un artista de extraña inspiración que dispuso de los colores más sutiles para la obstinada aparición de un arco visible y orgulloso en lontananza. Recogió el abrigo de pana del respaldo de una silla alisándole las mangas antes de colocárselo sobre el brazo y salió a la calle, sintiendo en la piel la frescura del ambiente mientras resentía en sus zapatos viejos el lodazal que produjo la lluvia en las aceras.
Tuvo la impresión de haber olvidado algo pero la indecisión le persuadió de no regresar a casa donde su mujer permanecía resguardada. Dio vuelta en Barcelona y llegó hasta el sitio de venta del Chino Antúnez. Compró un par de cigarrillos económicos y una caja de fósforos. Guardó la caja en el bolsillo del pantalón y fumó con determinación, aguantando el humo mientras daba otra calada.
Estuvo mirando a todo el que pasaba frente a él. Sentía hambre, pero más hondo de sí cargaba con el hastío de la existencia, del fracaso, de la ruina, de todo; atosigándolo en conjunto con miles de inquietudes dolorosas que le hacían sudar frío al contemplar el paso de los años; que en lugar de vivificarlos más por obra de una experiencia placentera o de alguna ilusión alcanzable lo sumía en un letargo invariable que él mismo había adoptado para no transmitir nada más al mundo que la simple existencia de un hombre cualquiera acostumbrado a la frustración como al sueño o el hambre. Estaba resuelto a cambiar su vida, pero cerca de él no existía motivo encomiable que le inyectara a la sangre de su cuerpo la energía para dominar cualquier situación prevista o imprevista.
Se detuvo de pronto en la cinta asfáltica; mirando todo con ojos nuevos, para los que el mundo lucía más brillante después de la lluvia. Anduvo con las manos a la espalda, percibiendo vida en lo que jamás había contemplado y que siempre le había parecido algo colocado ahí por alguien sin intención de hacerlo. El ambiente le turbó los nervios por un instante, cuando supo reconocer por sí mismo que el mundo seguía girando a pesar de la desesperación que le incitaba a arrancarse de inmediato la miserable existencia con la que lidiaba.
Al despertar la mañana siguiente se dio cuenta que su mujer se había levantado ya, lo advirtió el trajinar de trastes en la cocina. Al momento de incorporarse de la cama la vio entrar en la habitación con la cara lustrosa. El cabello presentándose en una cola de caballo le ofreció una extraña sorpresa. Las bolsas bajo los ojos habían desaparecido. Parecía libre de malestares cuando le acercó una taza desconocida y llena hasta el borde de café humeante. Todo aquello ocurría mientras Moisés reparó en que las manos de su mujer se abstenían de temblar. Sus ojos, que antes fueron un reguero insalubre donde se estancaban lágrimas de autocompasión, ahora destellaban vivacidad y astucia. Alejada ya de arranques infantiles, de ingenuas plegarias diurnas a cambio de un día sin achaques o dolores corporales. Moisés tomó el café que le ofrecía y dejó la taza sobre una mesita al lado de la cama. Se enjugó los ojos repletos de legañas al instante de dejar pasar la luz que se coló por la ventana para rellenar completamente la habitación hasta que el sol cambiara de posición. Miró las flores bellas e inmorales ahogadas por la lluvia y revueltas por el viento en los maceteros agrietados y soberbios que soportaron estoicos los embates de la tormenta, con la entereza de antes, cuando iban de mano en mano de generaciones olvidadas y desaparecidas de la conciencia de aquellos que un día los obsequiaron como presente para un jardín que aún no existía y que impusieron para dar vida al semblante de una fachada aún sin cimientos a prueba del paso del tiempo.
Abrasado por la curiosidad Moisés se mudó de ropa instantáneamente eligiendo una camisa abotonada color caqui que introdujo entre los calzoncillos y unos jeans que en sus mejores tiempos ostentaron la casi legítima tonalidad del lapislázuli. Al entrar a la cocina vio a su mujer mirando frente a la estufa una fiambrera repleta de alimento preparado. Moisés se sorprendió al notarlo. Le costó tanto aceptar la nueva actitud adoptada por la mujer que iba y venía fregando los pocos accesorios con los que contaba la cocina siempre fría y anticuada.
-Se burlarán de mí si me lo llevo. Dijo atándose las agujetas de los zapatos de labores. Como nunca me preparas nada. No quiero que empiecen a hablar a mis espaldas.
-Tú eres quien habla a espaldas de los demás. Dijo ella.
¿Piensas que hablo mal de ti. Como podrías enterarte tú de eso?
-Uno se entera de lo que le interesa. Sentenció su mujer mientras Moisés daba un sorbo al café.
-Está demasiado dulce para mi gusto. Dijo haciendo muecas a la taza de café.
Su mujer salió de pronto de la cocina. Cuando regresó le puso en la cara un morral de yute.
-Es para que no dejes la paleta en la construcción. Dijo. Son dos las que pierdes. Ayer salí y lo compré para ti.
-Es igual al de Fermín. Pensó Moisés.
Después de entregárselo en las manos salió de nuevo de la cocina. Moisés miró el morral, lo sintió ligero y con buen cuerpo. Puso dentro la fiambrera, un paliacate y una caja de fósforos. Al salir de casa se sentía agradecido por el glorioso aire que le había arrebatado una mañana común.
Optó por cruzar la acera. Llegando a la casa del frente se detuvo un momento bajo el saliente del balcón. Tiró sobre la acera el cigarrillo que encendió antes de salir de la casa; pisoteándolo con la punta del pie que sostuvo el peso de su cuerpo al instante de la acción. Esta vez no escuchó nada. La casa lucía desierta desde afuera. Ninguna voz o lamento que demostrara la presencia de alguien dentro de ella.
Reprimiendo los deseos de mantenerse más tiempo bajo el balcón empezó a caminar. Cuando por fin llegó a la revistería eran más de las nueve de la mañana. Al entrar por la puerta principal, una mujer le robó el habla.
La siguió calles atrás hasta que se detuvo en la acera frente a su casa. Tras el paso de aquel ser ingobernable Moisés sentía temblar las aceras. El balcón cambió de color, el cielo se limpió y en la cabeza de Moisés una nueva ilusión se transmutó en mujer. No encontró paz durante el camino. Sentía la emoción en la garganta y no podía engullirla; no deseaba hacerlo. Revestido de gloria siguió de largo hasta la calle Celestino, a unos metros de su casa. Desde la esquina vio salir a su mujer con un vestido largo.
Miró a la mujer asomar sus ojos por los resquicios de la persiana beige; lo opaco del plástico le restó brillo a aquellas pupilas que aparentaban resguardar la calma de un ser cuya pacifica espiritualidad le habría concedido la paz eterna desde el instante que fue arrojada al mundo para satisfacción de sus ansias. Mirándola, atento, con ojos de roedor; pensó: “Es la chica del sueño.”
Lo más fácil fue faltar al trabajo, el motivo que lo alejó de él estaba a unos metros de distancia. La calle asfaltada era lo único que lo separaba de aquel cuerpo al que solo pudo dar vida en sus fantasías del pasado. Pidió al cielo poder recrearla siempre, ver el rostro de ella emplazado en el de su mujer, quien no se parecía nada al portento contemplado minutos antes y que ahora era para él la propia existencia divina. Sintió un fuego crepitante en el pecho; fuerza y vigor sumados a la entereza del cortejo animal.
Le vio cerrar la puerta principal y marcharse calle arriba. A una distancia prudente siguió cada uno de sus pasos hasta que entró en la revistería. Mientras hojeaba una revista, Moisés la examinó de pies a cabeza, con la exaltación de una madre que reconoce al hijo pródigo después de engullir el desencanto. En su rostro se dibujó una sonrisa al ver una fotografía de Ella Fitzgerald sobresaliendo ante el demacrado semblante de Satchmo. Deseó llamar su atención pero en la garganta se anudaron la indiferencia y el miedo en los que podría caer de bruces, sin asideros. Sudaba, sus manos trémulas tomaron otra copia de la revista que la mujer hojeaba. Busco la complicidad en la misma fotografía y sonrió por su cuenta atrayendo su atención. La miro a los ojos, castaños y llenos de un fulgor desconocido e irreprochable. Las rodillas chocaban entre sí por el nerviosismo en el que se ahogaba, tragó saliva y sonrió.
-Qué bien se ve Ella en esta fotografía. Dijo anhelando una respuesta.
-Sí. Luce muy joven. Respondió ella sin atender las miradas que vorazmente Moisés le arrojaba.
¿Te gusta Ella Fitzgerald? Preguntó Moisés.
-La amo. Pero amo aún más a Billie Holiday.
Conociendo la respuesta la ametralló con la única pregunta que podría destapar entre ellos una afinidad especial.
¿Entonces eres tú quien canta frente a mi casa?
-Puede ser. Vivo a unas cuantas calles. En casa de mi tía. Acaba de mudarse y estaré con ella un tiempo. Debo ensayar en la habitación de arriba.
-Te escuché cantar algo de Lady Day hace unos días. Nunca había escuchado una interpretación similar. Tienes la misma clase que ella. Tienes alma. La percibo.
La mujer plegó la revista y la puso sobre el mostrador antes de mirar por primera vez al hombre que le hablaba de lo que no podía hablar con nadie.
-Fue un gusto conocerte, vecino.
Le sonrió ligeramente y se despidió alargando el brazo hacia el cielorraso. Moisés sabía que mientras no conociera su nombre podría perder el único privilegio de llamarle por las noches hasta que el sueño o la costumbre de los ojos por la oscuridad se presentaran para calmarle los nervios.
Antes que ella saliera de la revistería sonrió de nuevo y apostándose frente a él, dijo:
-Mi nombre es: Jimena.
III
Jimena era una mujer preciosa. De grandes y brillantes ojos castaños. Carnosos y suculentos labios. Alta, inalcanzable y con luz propia como la estrella más distante. De piernas y brazos torneados. Tez clara. Cabellera larga y oscura. Manos largas, delgadas y elegantes, con un encantador espíritu europeo para los ademanes. Su alma valiente le erizaba los cabellos al hombre más tenaz; con una simple mirada licuaba los huesos antes del escalofrío final. Colmaba de un inconsciente encanto cualquier sitio en el que se encontrara. Bastaba con verla llegar para saber que en la periferia miles de hombres se amontonarían para admirar la esencia aguda de su alma puesta en un cuerpo diseñado por una deidad celestial; escudriñando para ver algo más que una rodilla fuerte y juvenil que sobresalía de su falda corta. Inteligente y sagaz, con gran gusto por las artes del espíritu. De admirable sencillez. Amable y tierna fue conducida por la vida, sin la llaga de la envidia que no cicatriza. No cargaba el yugo de la pretensión. Era un alma libre, honesta, sin prejuicios.
Detrás había quedado aquel encuentro forzoso, en el que Moisés deseó atenazarla y exprimirla a fin que accediera a ser su mujer hasta el último día. Agotarla ante el amor que creía extinto por culpa de un ser que ahora representaba una desventaja.
Un gemido lo alertó al llegar a la ventana de la habitación que nunca compartía con su mujer. Atravesando con la mano las plantas que crecían a voluntad frente al marco donde el postigo se elevaba, removió lentamente la cortina para mirar por un espacio suficiente un sombrero de paja que yacía atento frente a la espalda vigorosa de un hombre que se bamboleaba sobre la cama, haciendo esfuerzos por llevar su pelvis a un sitio precisado por el paroxismo. Fermín Carmona levantó la cara al cielo, pretendiendo alcanzarlo con el roce de la nariz, mientras la mujer clavaba sus uñas en las caderas de aquel peón que fumó a la par de su compañero.
Sin verlos, el sonido de la cama chirriante anunció la continuación del acto. Moisés dio media vuelta, soltando la punta de la cortina que sostenía entre los dedos mientras se limpiaba el sudor con el dorso de la mano.
Por el camino encontró a Fermín. Se dieron la mano y continuaron. A ninguno le extrañó la presencia del otro. Moisés lo miró a la cara, atento al gesto del hombre que poseyó a su mujer; el manantial que la anegara en la vitalidad inmediata, el ser que le inyectó vivacidad con algo tan simple que el ya había olvidado. Se mantuvo sereno, pero dentro de sí ardía la rabia; no por la aparente deshonra, si no porque había codiciado algo que a él le correspondía por derecho propio. Sin embargo, después de aquello podría desposar a Jimena sin miedo ante el inminente abandono de su mujer o simplemente la echaría a la calle en el glorioso instante que Jimena sintiera por él lo que él sentía por ella. Cuando llegó a su casa encontró a su mujer desparramada sobre la cama. Sofocada, con la cara reseca que parecía de arcilla. Luego se sentó en la esquina de la cama donde había estado el sombrero de paja y meciéndose el cabello; con los pulgares doblándole las orejas miró hacía su mujer.
-Se te ve agitada.
Ella asintió con la cabeza.
Alargando la mano logró alisar la sábana desarreglada que creaba montículos rosados a la altura del busto.
-De pronto me sentí mal. Dijo su mujer.
Hubo un silencio en el que solamente se escuchó cantar a la chica del frente. Moisés se levantó de la cama impulsado por la emoción puesta en la melodía. Sin escepticismo; como si aceptara la ofrenda de algo dedicado a él. Yendo a la ventana con ritmo imprudente, exclamó:
¡Es hermosa!
Antes que su mujer respondiera, presagió la indiferencia en el desfallecido matiz de su voz. Miró su cuerpo cansado debajo del tono cromático del vestido largo; los ojos entreabiertos, la línea de expresión en la frente inerte despegada de la almohada. En toda aquella apática humanidad aún se presentía la fuerza aletargada que él no consiguió despertar.
-Sí. Su voz es hermosa.
Jimena abrió los postigos de la ventana; irguió su cuerpo al borde del balcón para asomarlo a la vida plena, al frescor de las ráfagas de viento que advertían la tormenta cercana. Cuando miró por sobre el hombro vio su cuerpo reflejado en el espejo de la habitación. Tenía puesta una sudadera de un colegio de San José del Cabo. El cabello atado sobre la cabeza de donde escapaban las puntas amenazando con acariciarle la nuca, y una dulzura en los labios que podrían confundirse inmediatamente con un manjar. Sin moverse del sitio, con los codos sobre el balcón, colmó su visión con el panorama de una ciudad ruinosa y destartalada. Nostálgica, pensando en el curso de los días futuros que vagamente atendería entre canciones que ensayaba en su habitación o recortes de cantantes que admiraba; antes de regresar a San José del Cabo.
Cuando bajó la mirada vio al hombre que había conocido en la revistería. Simpática y alegre batió su mano derecha sobre la cabeza para saludarlo. Lo miró con el gesto de un boxeador derrotado; perturbado por algo que ella desconocía y que no era de su incumbencia. Pero él, sonriendo correspondió el saludo, mostrando los dientes amarillentos que se caían a pedazos desde la base de la encía que iba recorriéndose conforme pasaban los días. Ella le regaló una sonrisa de labios húmedos y rojos, con dientes impecablemente blancos y brillantes. Luego echó el cuerpo hacia atrás y se retiró del balcón para adentrarse de nuevo a la habitación mientras Moisés reunía toda su gallardía e inspiración antes de entrar a su casa. De una lapicera en su habitación extrajo un lápiz que afiló con el cuchillo de cocina ante la mirada imperturbable de su mujer. La punta se deslizó suavemente sobre una hoja de papel que encontró dentro de un cajón de la cómoda y escribió:
“Amada mía:
sépase que la adoro
con tal idolatría.
Que de noche le sueño
y de día… le lloro.
Que envuelve
mi bogar triste el remanso de sus olas
al tiempo que le interroga:
¿Por qué a este ser heriste?
Pero sus oídos cautos
ahogados en privilegios
no escuchan ni dos arpegios
ni lo audible del quebranto
Y desde mi manso pecho.
¡Impío! A dios
con afán imploro:
le traiga hoy a mi lecho
y la recueste entre oro.
Amada mía:
sépase que la adoro,
con tal idolatría.
Que le sueño de día,
y de noche… le lloro.”
Copió lo escrito en otra hoja de papel para conservarlo para sí. Lo leería a toda hora y se compadecería de la ternura y del sufrimiento propio.
Se detuvo frente al balcón de la habitación de Jimena. La noche sosegaba el ajetreo del mundo activo y fiero con la paz concedida en apariencia por la redondez de la luna. Ella dormía, quizás. ¿Soñaría? Se preguntó un par de veces. Pero para ella no existía en sus evocaciones la humanidad de aquel hombre tímido bajo el balcón, con sus anhelos y todas las consideraciones impresas en un papel tan pálido como su rostro, tan falto de vida como su alma. A esa hora todo el mundo de Moisés parecía reducirse al simple espacio del balcón de piedras que besaba la acera con labios de mármol tallado.
De un macetero tomo una piedra redonda donde enrollo el papel del poema que atestiguaba el único instante de inspiración que podría presumir en largo tiempo. Desde la mitad de la calle arrojó la piedra hacia el balcón, la piedra obedeció la gravedad y cayó sobre el concreto, el sonido que provocó el golpe y la complicidad del silencio advirtieron la llegada del poema a buen puerto. Con el tiempo se sumaron más detalles de amor desinteresado y ardiente. Jimena encontraba versos que día a día caían del cielo envueltos en rocas manchadas por la tierra de las plantas, álbumes inéditos de Jazz, recortes, corazones curvos, flechados y chuecos sobre papelitos amarillos en los que leía la frase:
¡No sabes cuánto te quiero!
Mientras hundía la mirada en ellos, no se percataba del hombre que se mantenía adherido al marco de la ventana para contemplar la reacción de su hermoso rostro salpicado por la alegría de ser el motivo de inspiración de alguien, cuya desesperada humanidad podría aparecer con valentía bajo el balcón para admirar sin miedos sus ojos hermosos y llenos de dulzura; para enamorarse aún más con aquella ancha sonrisa de sus labios dulces y palpitantes. Pero a pesar de la voluntad de Moisés, Jimena no podría pertenecerle jamás; tan humilde y tímido. No podría pertenecerle a un hombre que aún daba gracias al cielo por un día más; a alguien como él, tan poquita cosa…
IV
Su mujer y Fermín continuaron sus encuentros furtivos cuando Moisés abandonaba la casa, para permitirles -a propósito- amarse con mayor comodidad, mientras él vaciaba en el primer cubo de basura que encontraba a su paso la comida que ella le dejaba por las mañanas en la fiambrera. Con Jimena como única ilusión en la cabeza entró en la revisteria. El número reciente del Jazz Parade había llegado. En las páginas interiores se rendía homenaje a Dizzy Gillespie a 23 años de su muerte. Dizzy era uno de sus consentidos. Alguna vez intentó adoptar su carisma, pero él no tenía talento musical y sufría de pánico en las escasas ocasiones de mostrarse frente a un grupo menor de peones que se congregaban para atender sus palabras con extrañeza.
Frente al mostrador el dependiente le llamó pero él no reaccionaba, continuó leyendo sin preocuparse, concentrado. Pagó por la revista, salió del lugar y dobló la esquina para ir a su casa. El sol se presentaba implacable, calentado todo lo que se dignaba a ponerse de frente. Seguía pensando en ella. En lo mucho que podrían compartir a la hora del desayuno, en infinitas improvisaciones esperando ser digeridas antes que los alimentos. Cuando estuvo a unas casas de distancia. Miró con ojos de miope una mujer que barría la acera frente a su casa. Se acercó para darle los buenos días y la señora respondió con amabilidad. No la conocía, pero tuvo la certidumbre de haberla visto de vez en cuando en el mismo balcón al que arrojaba sus manifestaciones pasionales.
¿Es usted tía de Jimena?
-Sí. Respondió la mujer con voz cansada.
¿Está en casa. Podría hablarle?
-Si estuviera en casa, podría hacerlo. Pero ella se marchó esta mañana a San José del Cabo y dudo que regrese en mucho tiempo.
Era la peor derrota que había sufrido en su vida. Peor que ver a su mujer en brazos de otro y más triste e hiriente que cualquier partido de carambola perdido en los billares. Un hueco en el pecho lo estimuló a hablar consigo mismo. Lloró en silencio por la ilusión marchita. Se sintió poderoso y triunfador antes de tiempo y ahora que enfrentaba la realidad dolía más que una herida profunda. Ella se había ido, su mujer hacia el amor con otro hombre y su vida continuaba sin intenciones de mostrarse apartada de la cotidianeidad, sin nada especial, más que la tristeza de saberse perdido ante una reina, como en un juego de ajedrez. Era la desolación la que generó en él la ira y removió las cenizas para avivar el rescoldo que aún ardía gracias al odio. Se había engañado a sí mismo desde el principio y aceptó hacerlo cuando sintió muy dentro de sí la llama del amor que estaba extinta, después de mantenerse viva en un delgado pábilo dentro de su corazón.
Dio media vuelta y se acercó a la ventana. Con los dedos descorrió de nuevo las cortinas y miró en la habitación a los dos cuerpos ajenos a cualquier forma de vida fuera de aquel sitio. Los cuerpos casi extasiados no reparaban en nada más que en saciarse con celeridad antes que Moisés pudiera descubrirlos jugándoles una mala pasada que él no podría soportar. Dejó la cortina en su sitio y entro a la casa abriendo despacio la puerta para que nadie se diera cuenta de su arribo. Fue a la cocina y tomó el cuchillo que antes le había permitido afilar la punta del lápiz que fue partícipe de su inspiración pura, y ahora se blandía frente a él, para herirlo con la indiferencia y el dolor, burlándose de su estupidez; de sus falsas ilusiones. Como un boxeador tanteado terreno se acercó sigilosamente a la pared de la habitación. La puerta abierta no podría impedir que llevara a cabo su plan, quizá el único en el que podría tener suerte. Un paso y estaría debajo del marco de la puerta. Frente a él, la espalda vigorosa que ostentaba una musculatura casi senil no percibió su presencia mientras jadeante y con los ojos cerrados su mujer aceptaba el ofrecimiento del placer indebido. Sin perder más tiempo asestó dos certeras puñaladas a la espalda de Fermín. El borbotar inmediato de sangre tornó confusa la mente del hombre que aún permanecía con una parte de él dentro de aquellos pliegues de mujer aterrorizada. En un par de segundos Moisés lo tomó por el cabello y confiando en el filo del cuchillo le cortó el cuello con un certero golpe de hoja. Fermín cayó inmediatamente sobre el cuerpo de la mujer sollozante. Inundada en la sangre de su amante estiró la sábana para cubrirse el cuerpo desnudo frente al marido ansioso de venganza, lleno de un odio que no había sentido nunca. Alguien debía pagar el precio de sus anhelos extintos. Se acercó a la cama y levantó en vilo a la mujer desnuda. Con el corazón a punto del estallido fatal la condujo hasta la cocina. Nada más le importaba. A empellones acercó a su mujer al fogón de la estufa. Sentándose sobre una silla encendió un cigarrillo con uno de los dos fósforos que aún mantenía en la caja.
-Antes de que llames a la policía, prepárame café.
Alargó la mano hacia su mujer para acercar la caja de fósforos.
-Lo quiero con leche y sin azúcar.
Su mujer continuaba sollozando, sin poder intuir nunca el límite al que había llevado al hombre que la había amado. Sin mirarlo a la cara tomó los fósforos. No podía respirar, le faltaba el aire. Las manos trémulas dejaron caer la caja sobre el suelo sucio de la cocina, testigo ahora de la desdicha que colmaba a dos seres comunes, sin peor destino que el que ellos mismos se habían forjado con sus malas acciones.
Encendió un fogón y esperó que el vapor anunciara la temperatura adecuada del agua.
-Quiero leche caliente. Dijo Moisés, apoyando la frente sobre las manos, presagiando una vida en cautiverio, libre de martirios innecesarios. Había actuado otra vez según sus impulsos.
La mujer no volteaba la cara, quería morir sin darse cuenta.
-No tengo más fósforos, no puedo calentar la leche en el otro fogón.
Moisés se incorporó de la silla. El último instante de gloria acababa de presentarse. Llevó la mano a la bolsa trasera del pantalón y sustrajo de él un papel arrugado.
Ahora le llegaba en buen momento el privilegio de vengarse, de sentirse vivo.
Miró a su mujer poniéndole salvajemente el papel en la cara y dijo:
-Toma, enciéndelo con esto. No me sirve más. Lo escribí pa’ enamorar a Jimena.