Autor: Gabriel Ignacio Verduzco Argüelles

Hay, en mi opinión, dos grandes temas que son elementales para el quehacer teológico: a) ¿quién es el Dios de Jesús?; b) ¿en qué consiste la vida cristiana?
La tradición judeocristiana de los primeros siglos tuvo una gran influencia de las corrientes helenistas de pensamiento que sirvieron de vehículo contextual para hablar de Dios en Occidente, especialmente en la misma Grecia y luego en Roma. El pensamiento helenista tiene, con respecto a la noción de Dios, una comprensión filosófica, acuñada desde el siglo VI a.C. en que se insistió que, aquello que los hombres llaman Dios, no puede tener elementos antropomórficos sino que tiene que ser perfecto, omnipotente, omnisciente, inmóvil, inefable, inmensurable…
Sin embargo, el Dios de la Biblia, y por ende, el de Jesús no se identifica con este Dios filosófico. El Dios de Jesús no es omnipotente, no es inmóvil, no es “perfecto” en el sentido filosófico de la expresión.
El Dios de Jesús sufre con su pueblo ante las injusticias y se conmueve hasta las entrañas, como un papá o, mejor aún, como una mamá ante el dolor de sus hijitos; es impotente, pues no puede cambiar la historia, no violenta la libertad y la voluntad de aquellos que le rechazan; el Dios de Jesús no puede deshacer el mal en el mundo así como así; el Dios de Jesús tiene mucha paciencia, no quiere destruir violentamente al violento ni quiere desquitarse o vengarse de los malos, porque ¡los ama!
Este Dios extraño y paradójico al que Jesús llama Abbá –papito querido- no vive en un Olimpo ni en un cielo lejano y extraño a lo humano, sino que vive en medio de su pueblo. Está vivo y presente en cada persona, hombre o mujer, rico o pobre, bueno o malo… Suda en el obrero, se cansa en el albañil, enseña en la maestra, defiende en el abogado… Como atinadamente señala el Canto de Entrada de la misa nicaragüense:
Yo te he visto en las gasolineras
chequeando las llantas de un camión;
y hasta petroleando carreteras,
con guantes de cuero y overol.
El Abbá de Jesús es un Dios cercano, que actúa en lo humano y desde lo humano. No es un Dios que tapa agujeros movido por las súplicas de quien le reza para que le solucione sus problemas. No es un Dios comerciante que intercambia su amor y su persona por unas velas, una limosna o penitencias denigrantes. No es tampoco un Dios “aspirina” al que recurre cada uno cada que necesitamos “una ayudadita” en nuestro trabajo, en la enfermedad, o en alguna necesidad (la cuestión de la oración de petición queda puesta en entredicho. Ya habrá tiempo para hablar de ella. Don Andrés Torres-Queiruga en “Fin del cristianismo premoderno” dedica una reflexión honda y profunda al respecto).
Esta imagen del Abbá de Jesús se une íntimamente a la idea de “vida cristiana” que proponen los evangelios, y que el mismo Jesús vivió y encarnó. Es lo que se conoce con el nombre “técnico” de seguimiento. Este es el segundo tema.
Seguir a Jesús no significa solamente creer en Jesús, sino también creer a Jesús. ¿Qué significa esto?
No pensemos que son meras minucias lingüísticas. La mayoría se conforma con creer en Jesús, es decir, creen que existió, que es Dios, que murió y resucitó, que es bueno, y todo eso que se queda muchas veces en la superficie (como las semillas aquellas de la parábola del sembrador).
Creer a Jesús significa que creo que es verdad que la violencia no remedia nada, que hay que poner la otra mejilla, que compartir lo mío –no lo que me sobra- es base de la construcción del Reino, que hay que perdonar siempre, que hay que ser responsables ante Dios del bien de los demás, etc…
Así, cada bautizado está llamado a encarnar las actitudes, los pensamientos y las causas de Jesús de Nazaret. Lo interesante aquí es que, en la historia de la teología espiritual, los grandes maestros y místicos coinciden en señalar que el clímax de la vida cristiana llega cuando uno puede intercambiar su nombre con el de Jesús en los evangelios. El papel de los creyentes es hacer vida a Jesús, pensar como él, actuar como él, amar como él…
Si el Abbá es impotente ante el violento que asesina al inocente, no es impotente cuando el creyente sabe que es desde su responsabilidad cotidiana donde Dios actúa en el mundo:
Te está cantando el martillo,
y rueda en tu honor la rueda.
Puede que la luz no pueda
librar del humo su brillo.
¡Qué sudoroso y sencillo
te pones a mediodía,
Dios de esta dura porfía
de estar sin pausa creando,
y verte necesitando
del hombre más cada día!
Quien diga que Dios ha muerto
que salga a la luz y vea
si el mundo es o no tarea
de un Dios que sigue despierto.
Ya no es su sitio el desierto
ni la montaña se esconde;
decid, si preguntan dónde,
que Dios está -sin mortaja
en donde un hombre trabaja
y un corazón le responde.
Pero el seguimiento no se restringe al esfuerzo individual y atomizado de cada creyente, el seguimiento es una experiencia comunitaria. Las comunidades y situaciones descritas en los evangelios sobre el Israel de Jesús no son muy diferentes a las comunidades y situaciones del México de 2011. La mayoría de la gente está jodida, marginada y, si antes los marxistas hablaban de alienación, hoy habría que hablar de desencanto, ya que mucha gente ya no espera nada de sus líderes, ni de las autoridades, ni de los curas. Que cada quién se rasque con sus propias uñas. ¡Nada más lejano del evangelio de Jesús!
Jesús enseñó con su propia vida que solo unidos podremos hacer frente al poderoso. La Eucaristía cristiana es una bella metáfora de ello: los granos dispersos de trigo en los campos son nada por sí solos; las uvas dispersas en los viñedos son insignificantes por sí solas. La unidad los vuelve capaces de significar a Jesús resucitado y a su comunidad.
Los creyentes, que además de la fe comparten la marginación, el empobrecimiento y el hartazgo ante la injusticia, son quienes se reúnen, movidos por la fe a buscar solución conjunta a los problemas comunes y a los individuales.
Lo que nos enseña este ejercicio de comunidad –la cuadra, el barrio, las familias- es que cuando dejo de ver mi problema individual para ver los de todos, puedo resolver más fácilmente mi problema individual en la comunidad.
A diferencia de lo que nos enseña el mundo moderno de la libertad individual, la experiencia comunitaria cristiana no es alienación ni masificación. Es un ejercicio, doloroso y por ello difícil, de aprender a ver por el otro antes que por mí.
Esta es la clave de la reflexión teológica.
Escrito por:
Gabriel Ignacio Verduzco Argüelles
Saltillo, Coahuila.