Escrito por: Gabriel Ignacio Verduzco Argüelles

imagen tomada de peregrinosdequeretaroaltepeyac.org
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Esta semana está marcada por la celebración, en todo el país, de la fiesta de la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre. Es una fecha que podría equipararse al 16 de septiembre en orden a que el día se considera inhábil en muchos sectores, las multitudes que se congregan en los santuarios guadalupanos, destacando entre ellos la Basílica del Tepeyac, y el elemento de unidad nacional e identidad cultural que implica el acontecimiento guadalupano.
En 1531, fecha en que se ubican las apariciones, la incipiente Ciudad de México se debatía entre la reconstrucción del islote de Tenochtitlan, devastado por Cortés y sus huestes en el sitio de 1521, o la edificación de la nueva ciudad en tierra firme a las orillas del lago, quizá Coyoacán o Tacubaya. Además de la compleja situación urbanística a la que se enfrentaba el conquistador, la población indígena vivía una triple opresión, por decir lo menos: primero, la destrucción de su cosmovisión y la imposición de la cosmovisión hispano-cristiana; segundo, la derrota en la guerra volvió a los indígenas vasallos del rey y esclavos de los encomenderos y adinerados españoles venidos al nuevo mundo; tercero, la pobreza a la que queda reducido el indígena que ha dejado de ser dueño de su persona, de su tierra y de sus riquezas.
En este contexto en el que lo mejor que podía pasarle al indígena era morirse, se inscribe el mensaje guadalupano como horizonte de esperanza real, no al modo del opio religioso señalado por la modernidad. Los relatos de los códices indígenas que narran la conquista, (se puede leer el texto titulado «Visión de los vencidos», compilado por Miguel León Portilla) cuentan que uno de los presagios del fin del mundo indígena fue la aparición de la Cihuacóatl, la madre de los dioses Huitzilopochtli y Quetzalcóatl, que gemía y lloraba por sus hijos, lamentándose por entre los canales que cruzaban la ciudad y preguntándose dónde podría llevar a salvo a sus hijos. El relato de la Cihuacóatl es el antecedente indígena de la famosa leyenda de la llorona y su doloroso grito por sus hijos perdidos ya. Nuevamente el fantasma de la victimización aparece sobre nosotros: ¡Ay mis hijos y su destino fatal!
En contraparte, el relato de las apariciones guadalupanas, el Nican Mopohua, narra que ante la desesperación del indio Juan Diego por la enfermedad y agonía de su tío, buscando ayuda se encuentra con María de Guadalupe, y el relato pone en boca de María la pregunta siguiente: ¿cuix amo nican nica nimonantzin?, es decir, ¿qué no estoy aquí yo, tu mamita querida? La palabra nimonantzin expresa todo el amor, cariño, protección, compasión y solidaridad que una mamá puede brindar a sus hijos, especialmente a los más necesitados, a los que menos favorecidos se encuentran: no más llanto ni lejanía de la madre con los hijos. Pero esa solidaridad se comparte entre los hermanos: es pasar de la victimización a la responsabilidad ética.
Así, 481 años después, el mensaje guadalupano nos hace volver la vista a los hermanos menos favorecidos. El trato entre hermanos suele ser duro, poco tierno. Pero el papel de los papás les permite cuidar y ver por el menos favorecido y enseñan a sus hijos a cuidarse. Como hermanos, en nuestro país nos descubrimos rodeados de injusticias y no es difícil mirar el rostro de los menos favorecidos por nuestra organización social y económica. ¿Qué hacemos por nuestros hermanos? ¿El mensaje de Guadalupe nos hace ver el rostro del excluido, del marginado y del humillado como alguien que espera algo de mí?
La tradición cristiana ha identificado con la fiesta de Guadalupe el texto del Evangelio de Lucas (Lc. 2, 46-55) donde María, reconociendo los favores y las maravillas que Dios ha hecho en ella y con su pueblo, explota de gozo y alaba al Dios de Israel, al modo de los grandes personajes de la historia bíblica. Pero María describe cuidadosamente a ese Dios, a ese Dios que le ha invitado a colaborar en la construcción de un mundo mejor: es un Dios que se fija en la sencillez de la persona, es un Dios lleno de misericordia, que fijándose en los corazones, ha salido en defensa del humilde y del hambriento, exaltando a los pobres y, viene lo más duro, derribando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los altaneros y dejando vacíos a los ricos.
El mensaje está más allá de cualquier ideología política, social o económica, pero necesariamente nos exige, si queremos ser coherentes con la fe y con el mensaje de Guadalupe, a transformar nuestra visión del mundo, de la política, de la economía, de la cultura y de nuestras relaciones humanas, así como de nuestra propia persona y de la iglesia que queremos: ¿de cuáles personas quiero ser: de los poderosos que son derribados? ¿de los ricos que son despedidos vacíos? ¿de los altaneros que son dispersados? ¿qué clase de iglesia quiero ser y construir? ¿una iglesia poderosa y rica, destinada ser derribada y destruida? ¿una iglesia de los pobres que se sabe levadura, y sólo levadura, en la masa del mundo? ¿una iglesia fraterna que se siente incómoda con la desigualdad social y económica tan insultante entre sus propios hijos?
Celebrar a Santa María, Nimonantzin, Guadalupe no es sentirse niños consentidos, no son sólo danzas, mariachi y fiesta, mucho menos es pedir milagros como si Dios cancelara de un tajo nuestra historia y nuestras decisiones, sino que es asumir como propios los valores del evangelio, valores que encarnó María y que, indudablemente, inculcó en su hijo Jesús, es esforzarnos cada día en vivir como ella, asumiendo responsablemente las consecuencias de nuestras decisiones, y entendiendo que hay que pensar más en los demás y menos en nosotros mismos.
También creo que otro mundo es posible y que la esperanza es verdadera.
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